La verdadera autoridad y la disciplina
Sin obediencia, sin disciplina y sin autoridad, no habrá jamás verdadera educación. ¿Por qué? Porque, por la obediencia, el niño tiene la seguridad de realizar las buenas acciones que le inculcan sus padres y educadores, cuando todavía no ha logrado descubrir por sí mismo lo que es bueno, lo que le conviene. Por la disciplina aprende a formar buenos hábitos y actitudes, valores sólidos que le proporcionarán confianza en sí mismo y le convertirán en joven esforzado, responsable y dueño de sí, haciendo suya la frase de W.E. Henley: «Yo soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma.»
Por la autoridad, fundada en razones y en la coherencia entre lo que hace y lo que dice quien la ejerce, el niño se siente confiado, fuerte y seguro, al disponer de un punto de referencia válido y fiable para guiar sus propias acciones hacia el bien y aprender a valerse por sí mismo.
Queda claro, por tanto, que la disciplina no debe entenderse en ningún caso como una forma de castigar o de recuperar el control del educando, sino como la oportunidad de aprendizaje, tanto para los padres como para los hijos, ya que la disciplina no se aplica para que el padre o educador ejerza un control, sino para que sea el hijo, el educando, quien se autocontrole (autodisciplina).
El fin que persigue la disciplina es hacer personas responsables, capaces de superar las dificultades, de ser tenaces y persistentes hasta el final, y aprender a sacar consecuencias naturales y lógicas por sí mismas. Pero para lograr todo esto, los padres debemos permitir que nuestros hijos experimenten el resultado de sus acciones y saquen sus propias consecuencias.
(Documento apto para permitir “Comentarios del lector”)
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